Entre complacer la nostalgia de quienes nos enamoramos del personaje en los ochenta y aggiornarse a los tiempos que corren, la última de Indiana Jones cumple con resto estas demandas aparentemente incompatibles. Y, además, se despide con altura del ciclo Harrison Ford, quien a punto de cumplir ochenta y uno, anunció que éste sería su último trabajo en la saga.
Por eso, una de las preocupaciones (al menos mía) fue la calidad de las imágenes generadas por computadora. Por suerte, el recauchutaje de cara de Harrison en el flashback a los cuarenta está muy bien. Gran parte del resto transcurre en los sesenta, en un mundo que ya no es aquel donde las clases de Indiana se atiborraban de chicos interesados en la aventura de la arqueología y de chicas embelesadas con Indy.
Estados Unidos está inmerso en la euforia del alunizaje. Para ganarle a los soviéticos la carrera espacial, no ha tenido problema en contratar al villano interpretado por Mads Mikkelsen (seguro lo recordás de Hannibal), que pudo cambiar de interés científico, de país y de empleadores pero que no cambió de pasión, porque sigue siendo nazi (odio a estos tipos). De este modo, se conforma el bando de los malos en una carrera paralela por hacerse con el dial, un artefacto creado por Arquímedes que parece que permite viajar en el tiempo.
Los buenos forman así: el personaje de Phoebe Waller-Bridge (andá a verla en la serie Fleabag, por favor) ahijada de Indy, nuestro arqueólogo favorito —ya jubilado y deprimido pero que se ve obligado a volver a la acción—, un niño (desde El templo maldito sabemos que garpa), y Antonio Banderas en un papel muy secundario.
Otra cosa que me preocupaba era la inclusión de un interés romántico muy desfasado en edad para Indiana o cómo se iba a representar a las mujeres en general (acá somos team Marion). Pero la verdad que la ahijada está muy bien y no es arrastrada a la aventura por el padrino sino al revés, a partir de su propia agencia (y de sus intereses non sanctos).
Así, Indiana Jones y el dial del destino se despide con un escenario de un exotismo muy distinto al que estábamos acostumbrados —del que no diré más para preservar la experiencia de otros seguidores del fedora y el látigo—: aquí no hay caballeros templarios de cientos de años, sesos de mono de postre ni extraterrestres. Asimismo, la peli sale airosa de esa atmósfera más cruda y violenta que las anteriores (hay una agencia semi-estatal matando civiles), aporta un poco de drama y patetismo para dejarnos al borde de las lágrimas con nuestro Indy anciano, pero también otros condimentos para nostalgioses: Sallah y sus nietos, escenas de acción en trenes, caballos, aviones y moto-autos, citas a otras de las entregas, y la música de John Williams.
En conclusión: a pesar del temor (capaz estoy exagerando un toque) que provocó que Spielberg se bajara de la dirección, la versión de James Mangold de Indiana Jones cumple con la nostalgia, pero se adapta bien a los cambios de sus espectadores originales que, como Indy, ya no nos cocemos al primer hervor. Gran despedida de Harrison Ford.
8 /10